mayo 09, 2006

Crónica de Tacos

En el principio era Koki's. Antes yo no lo conocía pero mis amigos de la parroquia me llevaron y aunque yo comí salchipapas supe que tenía un kiosko rodante en una cochera abierta de una casa en la avenida Circunvalación. Hasta esa noche el único que me había hablado de tacos había sido el Chavo del 8, quizá por esa falta de información decidí comerme las clásicas salchipapas, con buen sabor y mucho aceite.
Luego del principio, otra noche, solo, pensé que sería interesante hacer la prueba con uno de esos entremeses culinarios con nombre de bulín. Y caminé raudo y victorioso, sorteando autos y buses interprovinciales hasta la vieja cochera abierta de aquella casa en la avenida Circunvalación para saborear uno de aquellos maravill… No estaba el kiosko rodante, ni el tal Koki's ni sus tacos de porquería.

Afligido, pensé que habría otra oportunidad para comer tacos, total, los tacos los preparan en cualquier parte del país, además esa noche no moría de las ganas. Falso: moría de las ganas. A ver, quién diablos me dice dónde preparan tacos ese día y a esa hora. Todo esto lo pensaba mientras caminaba dirigido por los pies, de acuerdo con una disposición humana que dice que mi cabeza no puede hacer dos cosas al mismo tiempo. Y caminé y caminé, maldiciendo los gruñidos estomacales que ya resonaban en todos mis huesos, y vi la luz. Realmente la vi: era otro kiosko rodante, y vendían tacos.
No importaba que no fuera Koki's, es más, Koki's podía irse a la masa y frejoles con huacamole que lo parió, yo estaba comiendo un taco glorioso aquella noche de verano.

Y volví. Volví a ese kiosko rodante todo ese verano, y comí todos los tacos que pude. Y pasaron muchas cosas en mi vida de adolescente pronto a graduarse de "joven", y todas las coroné con un taco; y pasaron por mi vida muchas chicas, maduras y jóvenes, y a todas las llevé a comer un taco; y ese hombre que preparaba los tacos, y que no era Koki's, fue elevado a la categoría de héroe nacional en mi sala de personajes célebres. Hasta que encontré un gorgojo.

Alguien me dijo: "Yo conozco otro tipo que prepara unos tacos buenísimos". Era un tipo con poca gracia. Pelado y gordo, y su local estaba lleno siempre de viejos borrachos. Pero sus tacos eran realmente buenos. Entonces pensé: si sigo buscando tal vez encuentre más sitios que vendan tacos. Y lo hice. Encontré dos locales más: otro que tenía una mesera muy coqueta y que me enamoraba cuando iba a comer solo; otro que atendía un cocinero negro y era muy atento, me regalaba un vaso de chicha morada.
Todo un año de diversidad de tacos, de todos los tamaños y todos los sabores, con todas las cremas y todos los frejoles y todas las masas.

Este verano, después de algunos meses de no comer tacos, gracias a los cuales tuve que soportar algunas furiosas indigestiones, se me antojó.
Fui a buscar al pelado gordo y estaba cerrado porque era domingo. Si pues, el pelado nunca abre domingo. Así que fui a donde la mesera coqueta para que me alegre la nochecita un poquito, y estaba cerrado. Preocupado por la distancia que habría de caminar para llegar hasta donde el negro, decidí ir donde el kiosko rodante, porque pensé que lo del gorgojo había sido una situación totalmente circunstancial, y no estaba. Corrí donde el negro porque a estas alturas me importaba un pito si quedaba a mil kilómetros de distancia, y estaba cerrado. Al borde de la locura pensé que mi integridad como persona era más poderosa que mis arrebatos antojadizos y emprendí el regreso hacia mi casa para prepararme un pan con huevo frito, antiguo entremés familiar. Furioso, sin mirar a los lados, corté camino por unas callecitas oscuras, y detrás de unos autos mal estacionados distinguí una magra lucecita. Me acerqué extrañado porque había leído algo en el cartelito que colgaba fuera del pequeño local. Un cartelito alegre y lleno de la gracia divina; un cartelito que decía: "Tacos… del Koki's".

Entré y fui feliz. La chica que me atendió tenía algo de ángel, su voz era de ensueño y sonó como música celestial: "5 soles, joven". Cuando volví a casa me di cuenta que había regresado sin el vuelto, pero no importaba, estábamos nuevamente en el principio…

mayo 05, 2006

Otra vez yo...

Siento que recorro la intimidad de este pasillo,
enorme en soledad y en frío.
Pretendo alcanzar la puerta última y la escalera hacia el sótano,
hacia donde el techo blanco me proteja
del otoñal espanto del paisaje lleno de cuervos y hojas secas,
amarillas hojas, verdes hojas, casi muertas.

Pero también siento que vienes detrás de mí.
Y aunque quisiera detenerme, esperarte, descender juntos,
mejor me lleno de cobardía y apuro el andar
para no mirar en tus ojos el calor que no merezco...
y en tus manos el amor que me atormenta...

Los malos sueños

Su madre le había repetido mil veces que dejara veneno para las ratas en un plato. Mónica había aceptado la orden con el mismo gesto antipático de todos los días. Ese gesto lava los platos o barre la cochera que manifestaba su flojera. Con ese gesto deformándole la cara, apagó el televisor y lanzó el control sobre los cojines del sofá. Le molestaba tener que hacerlo hoy, antes de dormir, y le molestaba tener que salir en bata, con tanto frío. Con el asco de una chica de diecisiete años, cerró la puerta de la cochera detrás de ella y sintió el viento helado, como suele ser en las noches de agosto en Lima. Tosió un poco, tosía hacía algunos días, pero no había problema, era la rutina de estas noches de invierno. Se arregló el cuello de la bata y metió bien los pies en las sandalias; felizmente aún no son las once y hay tiendas abiertas. “Deja veneno para las ratas”, se lo había repetido su madre todo el día y antes de irse a dormir, con su taza de hierbaluisa, como todas las noches, a las ocho en punto, se lo repitió un millón de veces más. Qué fastidio, pero no tenía otro remedio, los vecinos se habían quejado porque las ratas invadían sus cocheras y sus cocinas, y decían que los asquerosos animales salían del desagüe de los García, que los García tenían la tapa del desagüe malograda y que esto era un escándalo, qué barbaridad, pero qué abuso. Desde luego ya no quedaba otra cosa que deshacerse de los desagradables roedores, malditos bichos.

Caminó con desgano hasta la tienda del morocho Velásquez, que quedaba frente a su casa, compró el veneno, que era el más asqueroso que existía, y regresó cogiendo la bolsita con dos deditos. Era tarde, con las justas logró ver la manija de la puerta de la cochera, tropezó con un ladrillo, dio quince o veinte pasos y quedó parada sobre la tapa del desagüe. ¿Ahora qué? Se preguntó, a ver, a ver, las instrucciones, aquí dice... ábralo con cuidado, ábralo con cuidado, ¿pero cómo? Esto es una huevada... sal Boby, sal de aquí perro, vete, shst, shst, déjame tranquila. Lo mejor será que coja un plato, lo echo allí y lo dejo afuerita nomás, pucha, qué asco, yo no abro ese desagüe. Puso el plato con el veneno sobre la tapa sucia y semi abierta. Se subió la bata de dormir hasta las rodillas y regresó a su habitación.

Era difícil ser la única hija de una obstetra sesentona y gruñona. Casada a los treinta, recién tuvo al hijo esperado a los cuarenta y tres. Pero el hijo esperado fue una hija. Historia de amor, la de su madre, con final trágico. El señor García, que era un médico cuarentón con renombre, soñaba con el hijo que coronara el apellido dentro de la honorable lista de médicos célebres. No importa la edad, le dijo, vamos a tener al niño. Ella tenía miedo, lógicamente, quedar embarazada a los cuarenta y tres después de intentarlo trece años no significaba estar absuelta de los peores riesgos. Sin embargo, la niña nació, y ella sintió que era la mujer más feliz de este planeta, porque qué importa que haya sido mujer, importa que nació sana y que ella no sufrió peligro alguno, a pesar del esfuerzo y el dolor que casi le partieron el alma y las caderas. El médico que atendió el parto le dijo que la niña pesaba tres kilos seiscientos gramos, que lloraba fortísimo y lanzaba unos gritos perturbadores, que seguramente tenía unos pulmones altiplánicos. La enfermera le dijo, casi confidencialmente, que su esposo ya recibió la noticia, que lo encontraron vomitando en el baño por los nervios. Ella sonrió.

La despertaban los gruñidos de su estómago. Después del almuerzo no había comido nada hasta esa hora de la noche y no existía forma de remediarlo porque ya no quedaba nada para comer. Su madre ya estaba completamente dormida y no soportaba el menor ruido, porque de lo contrario aparecía con los sentidos hechos mierda y gritaba a medio mundo para que le dejen dormir. Con el estómago gruñéndole, Mónica comenzó a quejarse porque todos tenían algo para comer, hasta las ratas, y ella moría de hambre. Pobrecita, se levantaba, caminaba en círculos, se agachaba, decía: Un, dos, tres, se volvía a parar, caminaba y terminaba acurrucada en la cama, cerraba los ojos, una oveja, dos ovejas, tres ovejas, cuatro ovejas, parecía como si tuviera un cerdo en el estómago, otro gruñido, hasta las ratas van a comer antes de morir, veintitrés ovejas, veinticuatro ovejas, vamos, vamos, unas cincuenta ovejas más y te quedas dormida, grrrrr... otro gruñido, treinta y siete ovejas, treinta y ocho ovejas, su madre salió del hospital demasiado desconcertada para ser aquel un día de verano soleado y alegre, treinta y nueve ovejas, el señor García no había ido a verla después del parto durante la semana que estuvo en reposo, cuarenta ovejas, tampoco se había acercado a ver a la niña, cosa rara, la enfermera dijo que él había recibido la noticia con felicidad, cuarenta y cinco ovejas, ¿a dónde voy ahora con mi niña tan pequeña? Él no ha venido, no creo que lo haga, cuarenta y seis ovejas, tomó un taxi y se fue a casa, la esperaban los padrinos, los tíos, la comadre, él no estaba, nadie sabía dónde, cincuenta y dos ovejas, la prima le dijo que él no estaba bien, que se había vuelto medio malhumorado, pero que no desconfiara, que ya vendría, que era bueno, ella entendía eso, pero él sabía que dejaba hoy el hospital, todos ustedes sabían, sesenta y seis ovejas, ya viene hijita, no desesperes, ¿cómo la vas a llamar? Mónica, Mónica, bonito nombre, así se llamaba mi abuela, pero él, ya vendrá, noventa y ocho ovejas, Mónica, es una belleza esta niña. Mónica entendía mejor que cualquiera, su padre se había ido para siempre, su madre hasta hoy lo esperaba. Lo esperaba con la taza de hierbaluisa; lo esperaba frente al televisor; lo esperaba sintiendo el dolor del parto, muchacha del demonio, mucho me hiciste doler, naciste para que él se fuera, tu padre no está aquí por tu culpa, y lo esperaba amándolo. Mi padre no está aquí porque está muerto. Porque se estrelló en su auto, huyendo de nosotras. Porque él se fue a buscar a su hijo y encontró un trailer inmenso en la curva. Mónica, a levantarse, acompáñame al médico, Mónica, cocina algo para ti, yo voy a comer en la calle, Mónica, limpia la casa, Mónica, no salgas en la tarde, es domingo, no hay nada que ver, la casa va a estar sola, Mónica, no te olvides del veneno para las ratas, Mónica, no quiero que salgas en la noche. Sueño de mierda. De pronto, un ruido la trajo de vuelta a su verdadera dimensión, fue un ruido como una caída, como un balde, como una escoba resbalándose por la pared hasta estrellarse con fuerza con el suelo. Fue un ruido seco, crudo, casi instantáneo, tanto que Mónica no pudo hallar eco en ninguna esquina de su silenciosa casa. Después no oyó nada más.

Estaba acomodada en la cama de plaza y media, apachurrando su oso de peluche, en posición fetal, como siempre dormía. Se había abrigado hasta las orejas con la frazada negra de hace quince años, pero todavía sentía frío. No tuvo que esperar mucho tiempo, ya estaba sumergida en otro sueño, menos escandaloso que el anterior. Creo que eran sus amigas del colegio, tal vez la fiesta de Charito o el beso con Pipo, algo así estaba soñando, cuando fueron unos tosidos graves los que perturbaron sus oídos. Por un momento creyó que era su madre la que tosía fuertemente, pero luego se dio cuenta que los tosidos provenían de la cochera y que no era tos de humano, y que también eran vómitos terribles. Mónica nunca creyó en los fantasmas, ni en las brujas, tampoco en los muertos vivientes, ni en las sombras, a pesar de que su madre la apabullaba de esas cosas para que tome la sopa o vaya al colegio. Su sueño bonito se transformó en una galería de caras demoníacas, incluyendo la de su mamá, pudo reconocerla entre todos los espectros que danzaban alrededor de su cama. Cada rostro tosía fuerte, era tos de animal, luego vomitaban, y era vómito de animal también. Vómitos horribles, llenos de gusanos y bichos parásitos, larvas y sanguijuelas. Mónica tuvo que despertarse intranquila, demonios de mierda, tanto vómito comenzaba a oler terriblemente. Casi se cae de la cama al momento de abrir los ojos, tuvo un sobresalto enérgico y todo estaba muy oscuro. Por fin, no más vómitos, pensó serenándose, pero de pronto un tosido desgarrador quebró el silencio de su apacible pensamiento.

- Pucha... ¿qué fue eso?

Se incorporó al instante, pero no lograba ver el piso, alargaba el pie con la intención de tocar fondo, pero la noche le hacía imaginar un abismo enorme bajo su cama. Echen paja, pensó y se puso de pie de un salto. Caminó hasta su puerta, salió con mucho cuidado, llegó hasta la escalera, respiró, se tropezó en el primer escalón, casi se cae pero se cogió bien de la baranda, “carajo, maldición”, luego continuó el descenso. Detrás de la puerta de la cocina estaba el plato donde Boby tomaba la sopa, lo pisó, todo el pie descalzo entró en el líquido grasoso lleno de fideos y verduras fríos. Lamentándose, salió a la cochera donde los tosidos eran más graves y tristes. Todo era muy oscuro, no se veía absolutamente nada, sólo se sentía un olor nauseabundo. Comenzó a buscar, por aquí, por allá, pucha, que no veo nada, Boby, ¿eres tú? Boby... Boby... Ay, Dios mío, Boby... Carajo, perro de mierda, ¡te comiste el veneno para las ratas! Se cayó Mónica, pucha, su bata limpiecita se mojó todita y el pobre Boby estaba tosiendo, vomitaba o dejaba de respirar un momento, felizmente no se tragó todo, ya se hubiera muerto. Mónica se puso de pie en un instante y corrió hacia la cocina, estaba agitada, abrió la puerta, con la desesperación no encontraba el interruptor de la luz, ¡mamá! Se tropezó nuevamente en la escalera, creo que se fracturó el dedo empapado de sopa, subió con mucha dificultad, llegó hasta la puerta de la habitación de su madre y se detuvo. Abrió la puerta con cuidado, mamá, mamá, y clic, se encendió una linterna, ¿Mónica?- preguntó una voz, parecía una voz de ultratumba, y Mónica, con la cara iluminada, le respondió:

- Mamá, Boby, Boby, creo que se tragó, creo, el veneno...
- ... – la vieja no respondió-
- ¡Boby se tragó el veneno para las ratas!
La mamá quedó mirándola unos segundos, apagó la linterna, se cubrió con la colcha y desde la oscuridad le dijo:
- Dale un poco de aceite pues.

Mónica bajó como loca, tan rápido como pudo, con la bata incomodándola, tropezándose con todo, agitada estaba. Cuando llegó nuevamente a la cochera se acordó que no había sacado el aceite de la cocina. Regresó cojeando un poco, buscó la botella y la encontró en el cajón más alto del repostero. Tuvo que treparse en una de las sillas para alcanzarla, hizo caer una bolsa de harina, se desparramó todo en el suelo, no importa, cogió una cuchara del escurridero y salió a la cochera otra vez. Boby estaba echadito en una esquina, tosía y tosía tristemente, y ahora comenzaba a llorar, lanzando fuertes aullidos. Unas cuantas hojas del manzano se habían acomodado sobre el lomo del animal, se había orinado y el piso estaba mojado debajo de él. Se sentía más frío ahora, el viento corría más fuerte y comenzaba a llover. Mónica echó tiritando un poco de aceite en la cuchara, se le derramó un poco, intentaba mantener el equilibrio para que no se cayera nada más, había poco, esta cuchara es grande, será suficiente con eso. Mónica se acercó, temblaba ella más que el perro, a ver, a ver, a ver, a ver, perrito, abre la boquita, mmmmm mmmmmm – respondía el perro- y un tosido fuerte, “abre mierrrrrrrda” dijo bajito, bajito como si quisiera amenazar al perro, y nada de abrir el maldito hocico. Mónica intentó otra vez, una amenaza más fuerte pero Boby se retorcía en el suelo y apretaba los dientes, un tosido más, apretaba mucho ahora, otro aullido. Mónica trató de serenarse un poco, tomó aire, se acercó dulcemente, puso la cuchara llena de aceite en el hocico apretado del animal, “Boby, Boby, toma esto, te va a hacer mejor, toma pues”. Boby ni se movió; de pronto ladró un par de veces y siguió gimiendo, llorando. La lluvia empezó a caer con precipitación, de las casas vecinas comenzaban a quejarse, un zapato cayó desde el techo de al lado sobre una de las macetas de orquídeas. Mónica cerró los ojos para no sentirse peor después de todo lo que le estaba sucediendo: el sueño con su madre, el recuerdo de su padre, el domingo desastroso sin comida, sin amigos, limpiando la casa, el veneno, el perro muriéndose por idiota, los gritos de los vecinos y sus zapatos. Domingo de desgracias, de malos sueños. Estaba llorando y temblaba. La lluvia la estaba mojando sin piedad, pero terminar el peor de sus días mojada por el cielo era una especie de consuelo y ya no valía la pena quejarse por eso también. Buen consuelo, Mónica, pero duraría poco, un nuevo zapato cayó desde otro de los techos vecinos junto con una queja. Mónica se enfureció nuevamente llena de lágrimas y creyó que era la última vez que sufriría de esa forma, que era la última vez que soportaría tanta humillación y que nada de eso la iba a vencer. Boby tosió muy fuerte nuevamente, de la casa de al lado golpearon la pared cinco veces. ¡Ya, carajo! Mónica cogió la cuchara con decisión, se secó la cara y se acercó a Boby, lo miró con furia, “Perro maldito, tomas el aceite o dejo que te mueras aquí”. Hubo un corto silencio. El perro abrió un ojo como si estudiara la oferta amenazante de Mónica, seguro que lo estaba pensando, tosió otra vez, Mónica lo miraba con los ojos casi rojos, no lo pensó más, Boby abrió el tremendo hocico y zummm... Mónica le metió la cuchara y la sacó al instante. El perro se atoró un poco pero se pasó el aceite. “Por fin” dijo ella, dejó la cuchara sobre un macetero, se subió la falda hasta las rodillas y se marchó a dormir. El vecino golpeó otra vez la pared, pero Mónica ya no estaba. La lluvia había limpiado los vómitos. Boby siguió tosiendo algunos minutos más, luego se calló.