abril 26, 2006

El Oboe ( I )

Hacía mucho frío. No entiendo cómo se puede sentir frío dentro de un sueño. Yo me abrazaba y tiritaba, es que de verdad hacía mucho frío. Los autos pasaban a gran velocidad y era una mañana triste. No vi rastros de sol por ninguna parte, pero sabía que estaba allí. También pude ver algunos árboles sacudiéndose. Alguna hoja debió caer sobre mí porque me sacudí. Ahí fue cuando la vi.
¿Uno sueña a colores? Jamás recuerdo los colores de mis sueños. A veces tampoco recuerdo mis sueños. No sé si sueño a colores, eso ya te dije. Quizá este sueño apareció para decirme algo. Ella se mostró alegre, sin temor, tenía cabellos largos y lacios. Sonreía siempre y no sentía frío. Al menos esa impresión me dio. Me miraba a cada rato, yo me hacía la loca, además estaba apurada, eso creo, me ponía nerviosa porque no llegaba mi carro. Supongo que me iba a trabajar, es que uno actúa tan natural en sus sueños, yo no sé si iba a trabajar, bueno eso no importa. Ella me preguntó sobre algún carro que la lleve a la cuadra trece de Salaverry, y yo, que no sabía, le dije riéndome, que mejor tomara un taxi. Fue increíble cuando vi su fotografía después en las manos de Itsy, no lo podía entender, eran los mismos ojos verdes tristes, sus mismos labios, era blanca, delgada, tuve la impresión de que su sombra se perdía bajo sus pies por lo delgada que era, luego me di cuenta que no había sol. Sonreía todo el tiempo. Yo no suelo ser comunicativa con personas que conozco de esa forma, menos en un paradero, pero nos pusimos a hablar como locas. Supongo que se me pasaron como tres carros por lo entretenidas que estábamos charlando, ¿cómo puedo saber que sus ojos eran verdes? Yo no sé si sueño a colores. Eran verdes, sus ojos eran verdes, sus labios eran rojos, su sonrisa era perfecta. Me gustaba su sonrisa. Sí, era bonita, y le dije que me iba de viaje a Madrid, que odiaba Perú, que mucha gente quería hacerme daño y que me iba. No sabes lo feliz que se puso cuando oyó "Madrid". Sonrió doblemente y yo disfruté doblemente su sonrisa. "Tengo una hermana en Madrid", me dijo, luego suspiró. Pude contentarme con eso pero le pedí que me dijera algo más. Entonces llegó un colectivo viejo y mientras subía me dijo "si ves a mi hermana dile que la quiero mucho", y se fue. Allí también acabó mi sueño. Me desperté.
Me iba a Madrid de verdad. Por esos días casi todo estaba listo para largarme. Era cuestión de semanas. Estuve cinco meses en España, no pude soportar más, odio a los españoles, a todos sin excepción. Mi marido era español, y a ése lo odio con más ganas. Odio su carita de pendejo, su ropa y sus colonias. Me casé aquí, él me siguió, pero se fue así como vino. Se llevó buena parte de mí.
Todo el tiempo que estuve en Madrid viví en casa de Itsy. Ella era peruana y ya tenía muchos años viviendo allí. Me ayudó mucho a soportar a los imbéciles esos. Cinco meses estuvo a mi lado, hasta que ya no pude aguantar más y le dije que me regresaba. Quiso despedirse de mí con una buena borrachera. Compramos vino a montones, cervezas y ron. Fue una noche fantástica. Bailamos, bebimos, jugamos cartas. Terminamos exhaustas y matándonos de risa.
Itsy estaba loca. Tomó mi mano y comenzó a contarme su vida. Su papá era argentino, su mamá peruana. Ella es la mayor de siete hermanos, de siete, imagínate, y solamente conoce a cuatro. Cuando se escapó de su casa su hermana menor tenía cinco años. Después nacieron dos más. Ella no los conoce pero sabe que son hombres. Se puso de pie al instante y cogió un álbum de fotos. Me enseñó una que estaba al principio. "Mira, me dijo, ella es mi hermana Fabiana, la que más quiero". Vi la foto y era ella, ella misma, la misma chica del paradero, la de los ojos verdes y tristes, la chica de mi sueño. Entonces le dije: "Itsy, no me lo vas a creer, pero yo soñé con tu hermana antes de llegar a Madrid. En mi sueño ella me dijo que tenía una hermana aquí y quiso que te dijera que te quiere mucho". No sabes, se puso a llorar y me abrazó, me decía "gracias, gracias", como cien veces me dijo gracias, y yo no sabía qué hacer, así que la abracé y me puse a cantar.
- Eso es muy interesante.
- Sí, ya lo sé –respondió Laura-. Ha sido la única vez que me ha pasado algo así.
- Y, ¿no buscaste a la hermana de tu amiga aquí? –preguntó Sebastián.
- En realidad no. Ha pasado tanto tiempo. Apareció el cojudo, me casé con él, viví tres años como esclava, luego se fue y aquí estoy, trabajando.
Laura miró la calle a través de la ventana del taxi como si lo último que dijo la hubiera puesto inmensamente triste. Sebastián, maravillado por el testimonio, le contó que él toda su vida había reconocidos lugares y personas como si fueran antiguos recuerdos y que estaba seguro de que los sueños revelaban instantes del pasado o del futuro.
- Tonterías –le dijo Laura. Había volteado sólo para decirle eso y luego regresó a la contemplación de la calle melancólica y sucia.
Sebastián realmente sufría de eso que le llaman "deja-vú". Cuando tenía nueve años su padre lo llevó a una chacra donde los frutos de la vid crecían a un metro y medio de la tierra enredados en fuertes mallas que parecían enormes cordeles, y todo daba la impresión de una gigantesca alfombra de ramas y hojas extendida al sol de la sierra arequipeña. Para coger los pequeños racimos de uvas Sebastián tuvo que entrar gateando por debajo de la alfombra y después de quince años el recuerdo de esa imagen le habría hecho inmensamente feliz si no fuera porque tres años antes había soñado exactamente lo mismo. En el momento en que Sebastián salió espantado por debajo de las ramas y le contó a su padre lo sucedido, él le dijo que su abuela materna también había sufrido de esos destellos adivinatorios, y acariciándole los cabellos sentenció: "Cargarás con eso toda la vida".
El taxi dobló en una esquina sucia y se detuvo en una casa enorme y mal conservada. Ella bajó dejando caer el cabello. Era muy bella, su cuerpo era bello y Sebastián un idiota. No se despidió, solo bajó y entró en su casa. El taxista miró a Sebastián por el retrovisor y le dijo "son cuatro soles", "no tengo", entonces el tipo se enfureció, "mire amigo, me pagas o te rompo tu triste cara".
Sebastián bajó al instante, "un momento por favor", corrió hasta la puerta de la casa y tocó el timbre. Laura salió, vio a Sebastián extrañada y cruzó los brazos.
- Discúlpame, pero yo no puedo pagar el taxi.
- ¿Qué clase de hombre eres? ¿No tienes para pagar un asqueroso taxi?
Laura se acercó donde el taxista y le tiró un par de monedas en el asiento. Exactamente no parecía que estaba remunerando un servicio, sino más bien parecía que arrojaba una limosna. El chofer se bajó del auto y dijo amargamente:
- Señorita, disculpe, pero faltan dos soles.
- ¿Y? –contestó ella- No quiero pagarle más.
- Señorita –insistió el tipo- por favor, falta dos soles.
Cualquiera que hubiese visto el rostro que puso ella hubiera salido despavorido de allí, o se hubiera quedado perplejo y confuso como Sebastián. Laura retrocedió unos pasos, como ensayando la posición de grito. Sebastián pudo haber corrido, pudo haberla cogido para que no se desplomara, incluso el taxista, gordo y feo, abrió los ojos, así, enormes ojos, pero ni el taxista ni Sebastián pudieron evitar el alboroto que se armó cuando Laura comenzó a pedir a gritos que la socorrieran del maniático, "¡auxilio, ese hombre me está amenazando!".
Todos los vecinos salieron corriendo, unos hasta con escobas para acabar con el sinvergüenza. Si el taxista no se puso a llorar ante ese espectáculo bochornoso fue porque apenas Laura inició el escándalo, él ya estaba muy lejos de aquí.
- Dios mío –dijo Sebastián- discúlpame que te lo diga, pero eso me pareció injusto.
Laura dio media vuelta dejando caer el cabello, caminó hasta su puerta y le dijo:
- A mí también me parece injusto –hizo una pausa y continuó con la misma seriedad-. Mira que cobrarme cuatro soles es toda una injusticia.
Sebastián pudo ver que ella sonreía cuando entró a su casa y cerró la puerta. No quería moverse de allí hasta que todos se fueran, pero no lo consiguió. Una vieja decrépita, en bata, se le acercó empuñando una sartén.
- Debería darle vergüenza
- ¿A mí? ¿Por qué?
- Esa mujer es una desquiciada. Con esos gritos cualquiera hubiese creído que la estaban ultrajando. Ya nos tiene hartos con sus locuras, no existe día que no arme alboroto... ¿Usted es su amante?
Sebastián sintió que la vieja lo observaba detenidamente, por eso cogió fuertemente su mochila, caminó apurado por el medio de la pista y se esfumó.